Sin estar muy seguro de qué encontraría, seguí los pasos de mi cuasi-tocayo San Martín para llegar a Santiago de Chile. La vista es increíble, todo el tiempo tenía ganas de pedirle al chofer que parara un ratito para quedarme mirando las montañas. Del lado argentino es todo desértico y nevado. Después de cruzar la frontera todo es verde, hermosas las montañas chilenas.
En Santiago hicimos couch en casa de Aura y Pato, ella profe de inglés, él importador de repuestos industriales. Se están por casar dentro del rito católico, pero no quieren hacer grandes despliegues presupuestarios, sólo casarse. No les dije mi opinión sobre el casamiento, yo no veo el valor de esa institución para mi vida, es atarse a alguien, sabiendo que esa persona va a cambiar y con la incertidumbre de qué pasará en el futuro. Y sobre la cuestión religiosa, no estoy seguro de querer tener a Dios como testigo de mis elecciones de pareja. En fin.

Fuimos una noche a ver bailar la cueca en un lugar tradicional, en la calle Brasil, realmente me gustó mucho esa forma de bailar, con el juego de la seducción embebido directamente en el baile. El lugar también era interesante, tapizado de afiches y graffittis socialistas.

Visité el Museo de Arte Contemporáneo, tuve que ver muchas cosas sin importancia hasta que encontré a José Venturelli. Además por haber ido ahí perdí la oportunidad de ver el atardecer desde el cerro San Cristóbal, que al parecer es algo hermoso.

Incursioné en la gastronomía tradicional chilena, en el restaurant «juan y medio» comí un chorizo horrible (sabor a humo) con garbanzos o algo así. Don’t ask. Sin embargo el «completo» (pancho con palta y tomate) me pareció una delicia importante. Muerte al superpancho con papas pai, ¡Viva la palta!

Otra decepción, típica de las grandes capitales, es que toda la gente que está entusiasmada con verte cuando estás lejos, no tiene tiempo cuando llegas. Pasó algo similar en Bogotá hace un tiempo y hace unos días en Lima también. No, capitales no quiero.

Ocho horas al norte de Santiago está La Serena, una playa de calles ámplias y edificios gigantes que me hizo pensar en el Estados Unidos que no conozco, pero me desagradó profundamente. Hay un faro que vale la pena ver como consuelo. Y vi este graffitti de una marcha mapuche:

A unas dos horas al oeste, ya en plena cordillera (chile es tan angosto) está el Valle del Elqui, un lugar realmente lindo y sobre los cerros está lleno de observatorios astronómicos «turisticos». Luego de la caída del sol se puede recibir una explicación sobre algunas de las cosas que vemos en el cielo y mirar por dos telescopios, uno de 12 pulgadas y otro más grande pero tampoco gigante. Además al estar cerca de un embalse la humedad que asciende nubla un poco la vista en los días más fríos, como fué el caso cuando estuve ahí, así que me congelé para ver a saturno como un pequeño punto blanco con dos protuberancias a los costados que son los anillos. Fué un momento muy lindo, pero la observación dejó un poco que desear y todo en Chile es un poco caro.

Luego salimos raudamente disparados hacia el norte, casi 60 horas de viaje hasta las playas de Perú con una sóla parada en Arica, un desierto absoluto, una zona minera y con nada de atractivos turísticos. Paramos porque era necesario antes de cruzar la frontera y para dormir horizontales alguna noche.