Un plan
es una forma de mentalizarse para comenzar a hacer una actividad.
Una vez que decidimos hacer algo, empezamos a definir el espacio físico y temporal en el cual lo llevaremos a cabo. Cuando las actividades a realizar son complejas suele ser necesario pensar en la secuencia de tareas que vamos a realizar, el orden en el que las haremos, las dependencias que tienen unas con otras (ej: primero tengo que ir a comprar la carne y después meterla al horno).
Llegamos a cierto nivel de complejidad se hace necesaria una estimación del tiempo que tomará cada tarea, para poder sincronizar las actividades de varias personas e incluir en el plan bloques de actividad y bloques de inactividad, en los que nos dedicaremos a tareas no planificadas o que correspondan a otro plan.
Un buen plan
no es garantía de éxito.
Si hacemos algo que sale bien, no es porque lo hayamos planificado bien, es porque hubo una sincronía maravillosa de todas las cosas que tenían que ocurrir. Es probable que el plan ayude a esa sincronía de alguna manera, pero también es muy probable que el plan esté plagado de errores de estimación, omisiones o exageraciones que lo hagan inaplicable y que de hecho perjudique a esa sincronía.
Es por eso que el éxito depende de cuan atentos estemos y cuan conectados con el momento que estamos viviendo y la dinámica de los cambios que van ocurriendo, para no dejar de disfrutar y aprovechar lo que ocurre.
El plan es necesario, como dije al principio, para mentalizarse, para enfocarse y concentrarse. El plan es necesario para bajar la ansiedad y comenzar, para entender el contexto en el que tiene sentido lo que estamos haciendo en cada momento, pero el plan no debe ser el rector de todo lo que hacemos, porque corremos el riesgo de convertirnos en víctimas de nuestra propia obsesividad, es decir, que nuestra propia ansiedad por lograr algo, la que nos llevó a ensayar un plan, sea la que nos impide disfrutar del éxito del mismo.